Esta luna antes me recordaba a zambas.
El crater Clavius fue finalmente el lugar elegido para la construcción de la base, después de varias discusiones entre la Comisión de Actividades Espaciales y las cámaras de senadores y diputados. El debate técnico le había dado paso a la discusión política, pero al final, casi por unanimidad se había acordado la instalación de la primera estación argentina en uno de los cráteres más grandes de la superficie lunar. Este cráter cuenta con un diámetro de 225 kilómetros y alcanza una profundidad de casi 3500 metros.
Tres habían sido las posiciones. La oposición quería poner la base en el cráter Clavius. El oficialismo afuera del cráter Aristarco en el borde sudeste de la meseta de Aristarco, un área elevada que contiene varios elementos volcánicos. Pero la intención era instalar todos los pertrechos afuera del cráter. Finalmente una tercera opinión había llegado a hacer tambalear el proyecto de estación lunar. El bloque de izquierda argumentaba que en el país quedaban aún pueblos sin cloacas, sin infraestructura y con muchas carencias como para encarar un proyecto espacial inútil y oneroso.
La solución había llegado desde las empresas petroleras privadas que aportarían casi el ochenta por ciento de los gastos de la misión. Chevrón, Barrick entre otras. Bastante se habían beneficiado con los gobiernos de turno así que ahora su aporte era bien visto por todos los sectores.
Al iniciarse el proyecto espacial éramos once los astronautas en todo el país. Hoy habrá dos o tres más.Solamente viajaríamos dos. Obviamente yo por ser el más veterano con ocho misiones espaciales y un viaje anterior a la luna. El otro tripulante iba a surgir de la ardua y difícil selección final entre Amaya y Fierro, ambos jóvenes con grandes capacidades y perfecto estado físico y de salud pero con características diferentes. Amaya era ingeniero espacial, pampaeano. Una inteligencia superior a mi modo de ver, pero con una personalidad retraída; había completado su instrucción en la Nasa y como estudiante poseía récord de excelentes notas. Le decían el Negro. Era personal civil del proyecto y había sido sugerido por varias de las empresas privadas que aportaban para la misión. Su padre ya había trabajado en varias cuestiones espaciales desde la época del desmantelamiento de los Arsat 1 y 2. Fierro provenía de la Fuerza Aérea y era el mejor piloto del país. Venía de algún lugar perdido de la provincia de Buenos Aires. Era un gaucho aviador. Toda su familia había formado parte de la fuerza. Su abuelo materno había participado en Malvinas interviniendo en el hundimiento del HMS Coventry el 25 de mayo de 1982. Su padre era Brigadier General y siempre sonaba como futuro jefe del Estado Mayor Conjunto. Pero Fierro se diferenciaba y distanciaba de su familia. Vivía austeramente en el campo. Allí encontraba la paz que le daba el temple necesario para después surcar los cielos.
Finalmente la durísima elección recayó en Amaya y el 16 de octubre de 2026 partimos desde la base aeroespacial Kuourou de Guayana Francesa. Nuestra Nave el CONDOR 001 fue construida íntegramente en Argentina y se invirtieron 921 millones de dólares para su construcción. Asimismo se invirtieron 167 millones de dólares adicionales en protección de los orbitales, ingeniería de desarrollo, estaciones terrenas, software, seguros y la puesta en el espacio. En la luna instalaríamos una mega antena y un telescopio. El área de cobertura de la mega antena, también llamada CONDOR 001 sería todo el territorio nacional, incluyendo las Bases Antárticas y las Islas Malvinas. También abarcaría Chile, Uruguay y parte de Brasil. Alcanzaría las zonas que en el pasado no tenían cobertura porque los operadores privados no las consideraban atractivas económicamente. A partir del CONDOR 001 en estos lugares sólo se requerirÍa una pequeña antenita para recibir servicios de telecomunicaciones. Construiríamos además una especie de casa, con todas las comodidades, incluso con baños químicos. Esta construcción sería llamada habitáculo. Cada habitación del habitáculo sería llamada módulo. Si bien habíamos partido de Guayana, nuestro centro de monitoreo y referencia estaba instalado en Ezeiza, a pocos metros del Aeropuerto. Se habían invertido 42 millones de dólares para la construcción de esta base. Trabajaban 191 personas.
Con Amaya nos las ingeniamos para traer algunos elementos de contrabando. Por ejemplo cuatro botellas de caña, dos vasitos de vidrio, dos ponchos, un cencerro, un facón, algunos libros, aunque en las computadoras estaba toda la literatura universal, una mermelada y un pendrive con música y fotos familiares.
Al llegar a la luna por segunda vez, esta vez acompañado, comprendí lo que era la emoción humana en estado eufórico. Y supe que hasta personalidades tan retraídas como la del Negro Amaya pueden sentirla.
--Ezeiza, Ezeiza. Aquí CONDOR 001. Amaya habla…Alunizaje perfecto. Todo un éxito. Todo un éxito. ¡Viva la patria carajo ! ¡¡La pucha que vale la pena estar vivoooo!!
Hice notar a Amaya lo trillado de la última frase. El me guiñó un ojo y me preguntó si acaso el tema de bases en la luna no era algo trillado también. Parecía desbordar de felicidad.
En menos de 48 horas pusimos un piso plástico desplegable, construimos el habitáculo con tres módulos y un baño químico e instalamos el sistema de aire y oxígeno para poder respirar sin casco dentro del habitáculo. Después acomodamos ciertos pertrechos en cada módulo. Los catres eran muy cómodos. Hasta instalamos un mostrador como en las pulperías y pusimos allí las botellas de caña y los dos vasitos de vidrio. El facón también fue colocado ahí. La alegría del Negro era desbordante. Puso música a todo volumen. Algo del Pampa Oberá y después Atahualpa. Terminamos bailando una milonga con los ponchos puestos. ¡Si usté no ha estao por aquí, no sabe lo que es el viento! Tierra para estar de pie con las vigilias del tiempo. A veces, entre los cardos, se va desangrando el suelo.¡Y un llanto de sangre y sal le llora su río muerto!
El día cuatro de nuestra misión lunar era el día previsto para iniciar la instalación de la mega antena. Me desperté débil y con dolor de cabeza. Algo no habitual en mí. Tenía dificultad para ver con mi ojo derecho. Le dije a Amaya que me dejara descansar un rato más. Soñé con una llanura pampeana. A la hora se adormecieron mi pierna y mi brazo derecho. Quise llamar al Negro pero me salió un grito amorfo y seco.
--- Respirá Luna, dale…Jadeá como si fueras a parir, dale…
Yo trataba de hacer lo que me pedía Amaya. Un sentimiento extraño es adivinar algo que uno no quiere adivinar. Las pulsaciones de mi corazón se aceleraron. Más por miedo que por cuestiones físicas. En ese instante preciso creo que perdí el habla. Entonces comencé a pestañar y a guiñarle un ojo al Negro.
--- Bueno, bueno Luna…A ver. Sonreí. Otra vez, sonreí.
Supongo que apenas una mueca hacia la izquierda es lo se movió en todo mi rostro. Los latidos pasaron a ser un galope que podía oírse.
--- ¡Levantá los brazos!.¡ Los dos, Luna, los dos!
Creo que en ese momento Amaya percibió que algo grave ocurría. Su rostro era el de haber descubierto un acontecimiento que pudo haber estado en los planes, pero que no tendría que pasar. Me acomodó en el catre, de costado. Improvisó algunas almohadas. Me tapó con uno de los ponchos; el de lana de oveja. Miró hacia mí asintiendo con la cabeza. Finalmente colocó el cencerro en mi mano izquierda, la que podía mover. Suspiró. Luego se comunicó con Tierra.
---Ezeiza, tenemos un problema.
---Aquí Ezeiza. Repita, por favor.
---Hemos tenido un problema aquí.
---¿Una baja de tensión?
--- No, no. Luna sufrió un a c v, o algo por el estilo. Está inmóvil y sin habla. Solamente mueve el brazo izquierdo y pestañea.
--- Ok, CONDOR 001, copiado. Empezaremos a trabajar en eso. Fuera.
Cuatro horas más tarde Amaya me leyó las instrucciones que nos habían mandado por escrito a la computadora. Debíamos abortar la misión. Amaya iba a monitorear los acontecimientos desde uno de los módulos y a recibir información. Iban a venir a buscarnos para llevarnos de regreso a la Tierra. Una misión con un solo tripulante partiría en unas semanas. Solamente deberíamos esperar.
Dos días habían pasado y el Negro acomodó mi catre al lado de una escotilla de modo que yo pudiera ver el paisaje lunar. Yo me resistía a observar la computadora. Podía manejar muy bien la notebook sobre mi pecho y clickear con mi mano útil. Pero me negaba. Me estaba deprimiendo. Las noticias me llegaban a través de Amaya. Para consolarme me dijo que éramos famosos. Nuestros nombres estaban en los diarios de todo el mundo. Hasta una misión de Corea del Norte, que estaba poniendo satélites en órbita, se había ofrecido a rescatarnos.
Al mes de estar paralizado hice sonar el cencerro llamando a Amaya. El Negro adivinó mis intenciones y me sirvió una caña. Fue lo mejor de la espera lunar. Ese mismo día descubrimos unos programas para hacer música en la computadora.
El Negro me contaba sus días de post grado en la Nasa. También sus aventuras en La Pampa, en la estancia de un tío que le hacía escuchar milongas y huellas.
Esperar debe ser el peor de los castigos. Un infierno con llamas ya está muy imaginado. Pero un infierno donde sólo haya que esperar no estaría mal como tortura.
El día 48 de nuestra estadía en la luna, el Negro se puso en pedo con una de las botellas de caña. Embriagado, me hizo dos revelaciones. Nunca había estado enamorado y Fierro había matado a su hermano en un simulacro de combate. Le había disparado desde el avión mientras huía corriendo. En el juicio nunca se pudo probar la culpabilidad de Fierro. Lo sobreseyeron.
En mi pecho, el reloj de sangre medía el temeroso tiempo de la espera. Desde mi escotilla, un día pude apreciar un bello atardecer. El ocaso astral me refirió a mi propio ocaso.
El día 55 de haber llegado a luna recibimos la noticia de que era imposible alunizar otra nave dentro del cráter Clavius. Las cuestiones eran técnicas , geográficas y de seguridad. Amaya también agregó que podían existir cuestiones económicas. Las indemnizaciones por dos tipos muertos en horario laboral eran notablemente inferiores a una misión de rescate.
El día 60 otra vez Amaya se embriagó. La porfiada rutina no parecía exasperarlo. Amaya esperaba y esperaba. Pero aquél día percibí cierta agustia.
---Luna, enseñame a manejar ese cohete espacial de mierda y yo te llevo de regreso. Allá en La Pampa te enseño a andar a caballo...Me podrías enseñar con señales o escribir en la compu con tu mano izquierda.
No era una desesperación grande. Pero era una desesperación en el espíritu del Negro. Tiene edad para ser mi hijo , pensé.
El día 71 Amaya me comunicó que una misión de rescate con una sola persona estaba en camino. La nave se asentaría a diez kilómetros del borde del cráter y desde allí saldría un vehículo de doble tracción que por la superficie lunar vendría a nuestro encuentro. Descendería por una de las paredes menos empinadas del cráter. El rescatista había estado practicando en este vehículo lunar por más de un mes en la provincia de San Luis en terrenos con características similares al suelo de la luna.
Por fin llegó el día 73, el día prefijado para la llegada de nuestro hombre. Alunizaría cerca de las cuatro de la tarde y se calculaba que en una hora más estaría en nuestro habitáculo.El mediodía de aquél día tomé caña y dormí.
Desperté de la siesta. Del otro compartimento del habitáculo llegaba el rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente en la computadora de Amaya. Un programa para ordenador personal con voces de guitarras. Los parlantes de última generación le daban un aspecto de sonido casi real, como si efectivamente fuera una guitarra real. Lástima la poca de pericia del Negro.
Recobré poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miré sin lástima mi cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que me envolvía las piernas. Tengo un encierro adentro del encierro pensé. Afuera, más allá de la escotilla, se dilataban la planicie y la tarde; yo me había dormido una siesta larga, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con mi brazo izquierdo tanteé hasta dar con el cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agité; del otro lado de la puerta de mi módulo seguían llegándome los modestos acordes de Amaya. Siempre supe que el Negro había tenido pretensiones de cantor y que había desafiado a otro cantor de bolichongos a una larga payada de contrapunto. Vencido, había seguido frecuentando los bares y pulperías, como a la espera de alguien. Incluso ya instalados en la luna se pasó las horas de los últimos 30 días con la guitarra virtual, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. Los astronautas y demás gente en tierra ya nos habíamos acostumbrado a este hombre inofensivo. Nunca me olvidé de aquél contrapunto, ya que yo mismo ví a Amaya salir perdidoso un día de franco en un bar de Balvanera en tierra firme. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas y de los cuentos terminamos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así yo, perdido en medio de la nada, o de la luna, que acepto ésta parálisis como antes acepté el rigor y las soledades terrestres. Habituado a vivir en el presente lunar, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la tierra era señal de lluvia. Después recapacité que en este satélite natural nunca llueve ni lloverá jamás.
La luna, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un vehículo lunar, que venía, o parecía venir hasta el habitáculo. Ví el casco con la bandera argentina, un largo poncho oscuro, el vehículo color azul, pero no la cara del hombre, que, por fin, descendió del móvil y se acercó caminando los 40 metros que lo separaban de nosotros. Ahí perdí el ángulo de visión, pero lo oí entrar con paso firme. Una vez adentro, se sacó el casco.
Sin alzar los ojos de la computadora, donde parecía buscar algo, el Negro dijo dulcemente:
—Ya sabía yo, Mayor, que podía contar con usted.
El otro hombre sonrió, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, Amaya. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.¿Luna vive aún?
Hubo un silencio. Al fin, el Negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. Casi que mi vida es solamente espera. He esperado sies, no…siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré un día y no quise mostrarme como un hombre que anda a los balazos desde un avión. ¿Luna sigue vivo?
En ese momento hice sonar el cencerro. Fierro entonces desempacó algunas cosas de una valija de acero-
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que haya dejado a sus hijos bien, con guita y con salud.
Fierro, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Se sirvió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Creo que les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de Amaya:
—Hiciste bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo Fierro y añadió como si pensara en voz alta
—Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano. Lo traje encanutado desde la Tierra. Ahora lo usaré.
Amaya, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño lunar se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante Amaya y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra virtual, que hoy te espera otra clase de contrapunto.Y no le tengo miedo a ese facón gigante que tenés.
Los dos se encaminaron a la puerta del habitáculo. Amaya, antes de salir, la dejó abierta y murmuró:
—Tal vez en éste no me vaya tan mal como en el primero.
El otro suspiró; luego contestó seriamente y con serenidad.
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se pusieron los cascos, se ajustaron sendos equipos de astronautas y luego se alejaron un trecho del habitáculo, caminando a la par. Un lugar de la luna era igual a otro y la tierra resplandecía allá en lo alto. De pronto se miraron, se detuvieron y Fierro se quitó las botas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando Amaya le habló por radio interna:
—Una cosa quiero pedirte antes que nos trabemos. Que en este encuentro pongas todo tu coraje y toda tu maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mataste a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó el casco de Amaya.
Hay una hora de la tarde en que la luna está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde adentro del habitáculo a través del vidrio de la escotilla, ví el fin. Una embestida y Amaya reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que no alcancé a precisar y Martín Fierro no se levantó. Inmóvil, Amaya parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el polvo lunar y volvió al habitáculo con parsimonia, sin mirar para atrás. Sin expresión en el rostro. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la luna y había matado a un hombre.
Supongo que pronto moriremos de inanición aquí, perdidos en medio del cosmos…o de la nada.